IMAGINA el terror de Eva y luego su alegría cuando dio a luz al primer bebé humano. Caín parecía traer una nueva esperanza al mundo oscurecido, pero años más tarde esa esperanza se desvaneció cuando mató a su hermano Abel (Génesis 4:8). El primer bebé del mundo se convirtió en el primer asesino del mundo. La primera familia del mundo se dividió, y en su profundo dolor los primeros padres del mundo clamaron a Dios por ayuda (4:26).
El mal y la violencia se multiplicaron con el paso de las generaciones de la historia humana. Un acto de desobediencia en el jardín condujo a una marea de violencia que se extendió por toda la tierra: “El SEÑOR vio que era mucha la maldad de los hombres en la tierra, y que toda intención de los pensamientos de su corazón era solo hacer siempre el mal” (6:5).
Dios no había olvidado su promesa de que la maldad no permanecería, así que intervino, reduciendo la raza humana a una sola familia mediante un devastador diluvio (Génesis 6-7). Dios fue misericordioso con Noé y su familia, que le creyeron a Dios y actuaron en obediencia a Sus mandatos. Se mantuvieron a salvo durante el diluvio y se les encomendó la responsabilidad de dar un nuevo comienzo a la humanidad. Pero llevaron consigo las semillas del pecado al nuevo mundo, y no pasó mucho tiempo antes de que la rebelión humana contra Dios ganara impulso.
Dios intervino por segunda vez confundiendo el lenguaje humano (Génesis 11). Este juicio hizo que la gente se dividiera en grupos lingüísticos que rápidamente desarrollaron sus propias culturas. Y mientras se extendían por la faz de la tierra, las semillas del futuro conflicto ya estaban sembradas.
Entonces Dios entró en la historia de la humanidad con una nueva iniciativa de gracia que irrumpió en la vida de un hombre llamado Abraham.
La gran promesa de bendición de Dios
Abraham no sabía nada de Dios. Nació alrededor del año 2000 a.C. y se crió al este del río Éufrates, donde él y su familia adoraban a los ídolos (Josué 24:2). Cuando las personas no conocen al Dios que las hizo, instintivamente ponen algo o alguien más en Su lugar. Los ídolos de Abraham eran su intento de dar sentido y propósito a su vida.
Un día, Dios se le apareció a Abraham (Hechos 7:2), tal como se le había aparecido a Adán en el jardín. Abraham debió preguntarse por qué Dios había decidido hablar con él. La Biblia no nos da ninguna explicación. Todo lo que sabemos es que cuando el mundo estaba en una gran oscuridad, Dios se dio a conocer a un hombre, y todos deberíamos estar profundamente agradecidos por ello.
Dios le dio a Abraham una promesa especial: “Te convertiré en una gran nación y te bendeciré”, dijo. “Todos los pueblos de la tierra serán bendecidos por ti” (Génesis 12:2-3).
Más tarde, Dios confirmó y amplió sSu promesa. Abraham tendría muchos descendientes, y Dios les daría tierras desde el río Nilo hasta el Éufrates (15:5, 18). Estas promesas debieron desconcertar a Abraham porque la tierra de la que Dios había hablado ya estaba poblada, y Abraham no tenía hijos. Parecía imposible, pero Abraham creyó en la promesa de Dios (15:6).
La fe probada hasta el límite
La fe de Abraham fue puesta a prueba hasta el límite. Su esposa, Sara, ya había superado la edad de tener hijos cuando Dios le dio la promesa de un hijo, y la idea le pareció tan ridícula que se rió al escucharla (Génesis 18:12).
Dios fue fiel a Su promesa, y Sara dio a luz a un hijo. Lo llamó Isaac, que significa “risa” (21:5-6). Dios alegró a esta pareja de ancianos y, con el tiempo, al mundo entero, porque era a través de un descendiente de Abraham que Dios bendeciría a todas las naciones sobre la faz de la tierra.
Algunos años más tarde, Dios amplió aún más la fe de Abraham. Le dijo a Abraham que llevara a Isaac al Monte Moriá y lo sacrificara allí como holocausto. La idea de que un padre sacrifique a su hijo es tan repulsiva para nosotros y para Dios, que fácilmente podemos perder el sentido de la historia. Dios había prometido que Su bendición alcanzaría a todas las naciones a través de los descendientes de Abraham. Ahora le estaba mostrando a Abraham el costo de esa bendición.
Abraham obedeció a Dios y fue al Monte Moriá. Construyó un altar y colocó allí a su hijo. Isaac habría sido un hombre joven en ese momento, así que olvida cualquier impresión artística que puedas haber visto de un niño pequeño acostado indefenso en el altar. Isaac llevó la madera sobre sus hombros (22:6). Estaba en la flor de la vida, y si hubiera querido, podría haber superado fácilmente a Abraham, que tenía más de cien años.
Dios intervino en el momento crítico: “No extiendas tu mano contra el muchacho”, le dijo. Entonces Abraham vio a un carnero atrapado en un matorral, así que tomó el carnero y lo sacrificó como holocausto en lugar de su hijo (22:12-13).
Dios nunca había querido que Abraham sacrificara a Isaac. La historia de un padre dispuesto a entregar a su hijo y de un hijo dispuesto a dar su vida, nos deja muy claro lo que costaría que se cumpliera la promesa de Dios y llegara Su bendición para todo el mundo (Romanos 8:32).
Un día, Dios haría lo que Abraham e Isaac sólo pudieron ilustrar. Dios Padre entregó a Su Hijo. Dios Hijo Se entregó por nosotros (Gálatas 2:20). El Hijo prometido tomó nuestro lugar y fue ofrecido como sacrificio por nuestros pecados.
La vista desde la segunda montaña
Las promesas de Dios a Abraham constituyen la segunda gran cima de la historia bíblica. Desde esta montaña, podemos vislumbrar lo que nos espera. Dios había prometido bendecir a personas de todas las naciones de la tierra, y se comprometió a hacerlo a través de la línea de descendientes que vendría de Abraham (Génesis 22:17). A partir de este momento, la acción se centrará en este pueblo, al que se le hicieron las promesas de Dios.
Abraham vivió lo suficiente para disfrutar de Isaac, el hijo prometido. Pero pasarían cuatrocientos años antes de que sus descendientes recibieran la Tierra Prometida. La historia de lo que ocurrió durante ese tiempo nos llevará al segundo valle.