Cuando tenía cinco años, mi padre me llevó a un deshuesadero en las afueras de Edimburgo. El lugar estaba repleto de coches y camiones desechados, y era un sitio maravilloso para que jugara un niño con una vívida imaginación.
Papá solía ir allí para conseguir las piezas de repuesto que necesitaba para nuestro coche. El sistema era sencillo: podías quitar las piezas que necesitabas de los coches y luego pagarlas en la puerta al salir. El problema era que algunas personas tenían la costumbre de tirar las piezas por encima de la valla perimetral, pasar por la puerta sin pagar y luego recoger las cosas en el terreno de fuera.
Así que los propietarios habilitaron una zona prohibida en el interior del perímetro e introdujeron perros guardianes atados a una barandilla. Mientras no te acercaras a la valla, estabas perfectamente a salvo.
Un día que mi padre estaba trabajando en un coche destrozado, encontré un camión y me subí a la cabina. Estaba perdido en un mundo imaginario de conducción de camiones, cuando de repente uno de los perros se soltó de su cadena y vino saltando hacia mí.
Creo que nunca he estado más aterrado en mi vida, grité como lo haría cualquier niño pequeño. Mi padre se acercó corriendo, cogió un palo y, tras un forcejeo, dominó al perro. Mi padre me salvó al someter al perro; si no hubiera podido dominar al perro, no habría podido salvar a su hijo.
Cristo es capaz de salvarnos de nuestros enemigos porque es soberano sobre ellos y es capaz de someterlos. Es el hecho de que Él es el Señor lo que lo califica para actuar como nuestro Salvador. Por eso la Escritura dice: “Todo el que invoque el nombre del Señor será salvo” (Romanos 10:13).
Entonces, ¿cuáles son los enemigos de los que necesitamos ser salvados?
Las dimensiones de la oscuridad humana
Nuestro mundo está lleno de lo que a veces llamamos “catástrofes naturales”: terremotos, deslaves, volcanes, tormentas, incendios e inundaciones.
También estamos plagados de maldad humana: tiroteos en colegios, asesinatos de bandas, actos de terror, tráfico de personas… la lista es interminable. Cada vez que ocurre otra atrocidad, nos preguntamos: “¿Cómo podríamos haberlo evitado y cómo podemos asegurarnos de que no vuelva a ocurrir?”.
Además, a pesar de todas las maravillas de la ciencia médica, por las que estamos profundamente agradecidos, todavía nos enfrentamos a la plaga del cáncer, la apoplejía y las enfermedades cardíacas. Lo que nos lleva a lo que la Biblia describe como nuestro último enemigo: la muerte. Cualquiera que haya estado cerca de ella con un ser querido sabe qué terrible enemigo es.
Nuestras noticias están dominadas por estas cuatro dimensiones de la oscuridad: los desastres naturales, la maldad humana, la enfermedad y la muerte. A pesar de todas las alegrías de esta vida, nos encontramos preguntando: “¿Quién nos librará? ¿Quién tiene la autoridad para someter a los poderes destructivos que traen tanta oscuridad?”
Señor de las catástrofes naturales
Marcos registra cuatro historias que ilustran la soberanía de Jesús sobre todas las dimensiones de la oscuridad. Cada historia nos muestra que Jesús es el Señor, y por esta razón podemos confiar en Él como Salvador.
Todo comenzó una noche, cuando los discípulos se encontraron atrapados en una tormenta mientras cruzaban el Mar de Galilea en una barca. Jesús nunca promete una vida sin tormentas: “En el mundo tienen tribulación” (Juan 16:33); es necesario que “a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios” (Hechos 14:22).
Cuando llegaron los problemas, los discípulos asumieron que Jesús no se preocupaba por ellos: “Maestro, ¿no te importa que perezcamos?” (Marcos 4:38). Pero Jesús “reprendió al viento y dijo al mar: ‘¡Cálmate! Sosiégate’. Y el viento cesó, y sobrevino una gran calma” (4:39).
El espíritu humano no tiene poder sobre los elementos. No tenemos poder sobre la lluvia, el tornado, el volcán o el tsunami, pero cuando Jesús habló, calmó la tormenta.
Señor de los demonios
Cuando Jesús y Sus discípulos llegaron a la otra orilla del lago, se encontraron inmediatamente con un hombre que estaba fuera de sí. Vivía entre las tumbas, y noche y día gritaba y se cortaba con piedras (5:5).
Este hombre era el enemigo público número uno, y cuando las autoridades locales lo metieron en la cárcel, “había roto las cadenas y destrozado los grilletes y nadie era tan fuerte como para dominarlo” (5:4). Así que toda la comunidad vivía atemorizada. Todas las noches oían a este hombre gritar en las colinas, y no había nada que pudieran hacer para detenerlo.
La Escritura deja claro que los espíritus malignos (o demonios) estaban detrás de estos grandes estallidos de violencia (5:8, 13). Este no es el caso de todas las personas violentas o autodestructivas, pero era el caso de este hombre. Jesús describió al diablo como un ladrón que viene “a robar, matar y destruir” (Juan 10:10), y allí donde el robo, la matanza y la destrucción son más desenfrenados, es donde su actividad puede verse más claramente.
Cuando Jesús llegó a esta comunidad, ordenó a los espíritus malignos que dejaran al hombre y entraran en una piara de cerdos. Los espíritus malignos tuvieron que obedecerle, y cuando dejaron al hombre, éste cambió por completo. En cuanto la gente del pueblo se enteró, salió a ver lo que había pasado, y encontró al hombre que había sido poseído por los demonios “sentado, vestido y en su sano juicio” (Marcos 5:15).
Señor de la enfermedad
Cuando Jesús regresó a la otra orilla del lago, le esperaba una gran multitud. Entre ellos había una mujer que llevaba doce años con “flujo de sangre” (5:25). Había gastado todo lo que tenía en consultar a varios médicos, pero a pesar de sus esfuerzos, su condición no mejoraba.
Esta mujer pensó que si podía llegar a Jesús, se curaría. Cuando consiguió tocarlo, notó inmediatamente un cambio en su cuerpo: “Al instante la fuente de su sangre se secó, y sintió en su cuerpo que estaba curada de su aflicción” (5:29).
Tarde o temprano, toda persona llega a un punto en el que no hay nada más que los médicos puedan hacer. Y esa era la posición en la que se encontraba esta mujer. Él es el Señor de la enfermedad.
Señor de la muerte
Un jefe de la sinagoga llamado Jairo se acercó a Jesús y le suplicó encarecidamente: “Mi hijita está al borde de la muerte; te ruego que vengas y pongas las manos sobre ella para que sane y viva” (5:23). Jesús fue con él, pero se demoró mientras atendía a la mujer con la enfermedad incurable.
Mientras hablaba con ella, llegaron unos hombres de la casa de Jairo con la trágica noticia de que su hija había muerto. “¿Para qué molestas aún al Maestro?”, dijeron (5:35). Ya ves lo que quieren decir: mientras la niña estaba viva, había alguna posibilidad de que Jesús la sanara, pero cuando murió, toda esperanza se esfumó.
Pero Jesús le dijo a Jairo: “No temas, cree” (5:36).
Cuando Jesús llegó a la casa de Jairo, el velatorio ya estaba en marcha. Expulsó a los dolientes de la casa, y sólo quedaron el padre y la madre de la niña, junto con Pedro, Santiago y Juan. Jesús tomó las manos de la niña y dijo: “‘Talitha cumi’, que significa: ‘Niña, te digo que te levantes'”. (5:41). Ante el absoluto asombro de todos los presentes, “la niña se levantó y empezó a caminar” (5:42).
Para cualquiera que haya perdido a un ser querido, el patrón de esta historia es hermoso y profundo. La hija de Jairo estaba enferma, la venida de Jesús se retrasó, la niña murió durante el retraso. Pero cuando Jesús llegó, resucitó de entre los muertos.
Jesús nos está dando un vistazo a la bendición completa que conoceremos cuando venga Su reino. En este mundo habrá muerte y habrá retraso. La resurrección vendrá cuando Jesucristo regrese en poder y gloria.
¿Por qué no lo hace?
Jesús es soberano sobre todas las dimensiones de la oscuridad humana. Él es capaz de someter el desastre, los demonios, la enfermedad, e incluso la muerte. Como Señor de estos enemigos, es capaz de salvarnos de su poder destructivo.
Entonces, ¿por qué no lo hace?
Marcos nos da la respuesta. Cuando Jesús liberó al hombre poseído por el demonio, “comenzaron a rogar a Jesús que se fuera de su región” (5:17). Se podría pensar que habrían dicho: “Has resuelto nuestro mayor problema social en esta comunidad, ¿Quieres quedarte, porque tenemos otros problemas? Y si puedes resolver esto, puedes resolver estos también”. Pero esa no fue su reacción, le pidieron a Jesús que se fuera.
Así que Jesús se fue.
Y si el que es capaz de someter al perro se va de la chatarra, ¿qué pasará con el niño?
Reinando y esperando
Vivimos en un mundo que rechaza a Cristo: “A lo Suyo vino, y los Suyos no lo recibieron” (Juan 1:11).
El rechazo de Jesús condujo a la cruz, que fue la máxima expresión del desprecio de nuestro mundo por Dios. Rechazamos al Señor de la gloria, nos burlamos de Él, le escupimos y le clavamos en una cruz. Un mundo que rechaza a Jesús es un mundo que sigue sufriendo la maldición de los desastres, los demonios, la enfermedad y la muerte.
Pero este no es el final de la historia bíblica. Al tercer día, Jesús resucitó de entre los muertos. Cuando ascendió al cielo, el Padre le dijo: “SIÉNTATE A MI DIESTRA HASTA QUE PONGA A TUS ENEMIGOS POR ESTRADO DE TUS PIES” (Hebreos 1:13).
Jesús está reinando, pero también está esperando. El reinado y la espera no están en conflicto. “Pues Cristo debe reinar hasta que haya puesto a todos Sus enemigos debajo de Sus pies. Y el último enemigo que será eliminado es la muerte” (1 Corintios 15:25-26).
Así pues, seguimos viviendo en un mundo peligroso que sufre la maldición de las catástrofes, los demonios, las enfermedades y la muerte, pero los que pertenecen al reino de Jesucristo esperan el día en que Él someterá a todos estos enemigos. Bajo el bendito gobierno de nuestro soberano Señor, no habrá más desastres, ni demonios, ni enfermedades, ni muerte.
Esto es lo que descubrimos hoy:
A veces escucho a la gente decir que recibieron a Jesús como Salvador pero no lo hicieron Señor. La suposición es que de alguna manera podemos separar al Salvador del Señor— que podemos tener fe sin arrepentimiento, bendiciones sin mandatos, y el perdón de los pecados sin la búsqueda de la santidad.
Este es un malentendido fundamental del evangelio. No podemos recibir lo que Jesús ofrece y al mismo tiempo resistirnos a lo que Él manda. Dios nos llama a abandonar nuestra resistencia al señorío de Cristo y a recibir Su salvación: “Todo aquel que invoque el nombre del Señor será salvo” (Romanos 10:13). Sométete a Cristo como Señor y descubrirás que es un poderoso Salvador.