Moisés estuvo fuera cuarenta días y cuarenta noches (Éxodo 24:18), y al final de ese tiempo, el pueblo estaba harto de esperar. Cansados de la demora, se reunieron en torno a Aarón, el hermano de Moisés, y dijeron: “haznos un dios que vaya delante de nosotros. En cuanto a este Moisés… no sabemos qué le haya acontecido” (32:1).
Habían pasado menos de seis semanas desde que Dios había ordenado al pueblo que no hiciera un ídolo. Pero ya los efectos de escuchar la voz audible de Dios se habían desvanecido, y desafiaron el mandato de Dios. No se puede vivir de experiencias espirituales pasadas. La experiencia pasada nunca es un sustituto de la obediencia presente.
Un nuevo movimiento religioso
Aarón parecía la elección natural para ser el sucesor de Moisés. Ya tenía un ministerio reconocido, y cuando el pueblo de Dios se acercó a él, lo encontraron listo para dar un paso adelante y liderar.
El primer movimiento de Aarón fue recaudar fondos para el lanzamiento de su nuevo ministerio. La gente donó sus joyas, y con estos regalos dio forma a un becerro de oro. Aarón se convirtió en el triste padre de aquellos cuyo ministerio está impulsado principalmente por la pregunta “¿Qué quiere la gente?”. Permitir que los principios del mercado impulsen el ministerio conduce rápidamente a la idolatría.
Por supuesto, Aarón quería afirmar que lo que estaba haciendo estaba dentro de los límites de la ortodoxia, y por eso dijo: “Mañana será fiesta para el Señor” (32:5). Pero la fiesta de Aarón no era más que un vehículo indulgente de autoexpresión.
Al día siguiente “el pueblo se sentó a comer y beber y se levantó a regocijarse” (32:6). En otras palabras, salieron las bebidas y se quitaron la ropa. Era una gran celebración, pero se adoraba al dios equivocado.
Vale la pena preguntarse qué podría hacer un reportero de noticias contemporáneo con esto. Después de todo, el becerro de oro sería un gran tema para un periodista que informara sobre la religión mundial: “Aquí, en el desierto del Sinaí, ha nacido un nuevo y extraordinario movimiento religioso”, comenzaría nuestro reportero. “El pueblo ha adoptado un estilo de culto innovador marcado por la creatividad y la autoexpresión”. Luego habría un par de entrevistas con exuberantes bailarines, que dirían que la fiesta del becerro de oro era profundamente significativa para ellos.
Acabando con la fiesta
El pueblo pudo haber pensado que era significativo, pero Dios pensó que era abominable. El pueblo de Dios se había corrompido al romper uno de sus primeros mandamientos. Esto ocurrió tan rápidamente y tan flagrantemente que Dios estaba listo para eliminar a este pueblo y comenzar de nuevo con Moisés: “Ahora pues, déjame, para que se encienda Mi ira contra ellos y los consuma. Pero de ti Yo haré una gran nación” (32:10).
La primera tarea de Moisés al volver al pueblo fue enfrentarse a Aarón: “¿Qué te ha hecho este pueblo para que hayas traído sobre él tan gran pecado?” (32:21). ¿Había sometido el pueblo a Aarón a alguna horrible tortura? De hecho, todo lo que se necesitó para persuadirlo de desobedecer la ley de Dios fue la demanda pública. Los condujo al pecado porque fue incapaz de resistir la presión de las necesidades sentidas y las fuerzas del mercado.
Aarón intentó desviar la responsabilidad. Había moldeado el oro para convertirlo en un ídolo “con un buril” (32:4), pero cuando Moisés desafió a su hermano, Aarón dio una versión aséptica de la historia: “Y yo les contesté: ‘El que tenga oro, que se lo quite’. Me lo dieron, lo eché al fuego y salió este becerro” (32:24). Así fue.
Después de enfrentarse a su hermano, en vano, Moisés llamó al pueblo a tomar una decisión: “El que esté por el SEÑOR, venga a mí” (32:26). A todos se les dio la oportunidad de arrepentirse, y la inmensa mayoría lo hizo.
El significado de la expiación
Al día siguiente, Moisés dijo al pueblo: “Ustedes han cometido un gran pecado” (32:30). Eso sí que es repetir lo evidente. Esta gente ya sabía que había pecado, ¡y se había arrepentido! Entonces, ¿por qué Moisés se levantó al día siguiente y dijo: “Ustedes han cometido un gran pecado”? ¿Qué pasó con el perdón?
¿Por qué Moisés no pone un límite? ¿No es su deber decirles que están perdonados? Esta gente está arrepentida. ¿Qué más quiere Moisés de ellos? ¿Y no es el deber de Dios perdonarlos? No. Debe ocurrir algo más antes de que los pecados puedan ser perdonados.
En este punto de la historia, descubrimos la palabra bíblica expiación. Moisés le dijo al pueblo: “yo voy a subir al SEÑOR. Quizá pueda hacer expiación por su pecado” (32:30). La expiación es lo que se necesita para reparar algo que está mal. Dondequiera que haya una ofensa, nos enfrentamos a la cuestión de la expiación. ¿Qué se necesita para arreglar las cosas?
Lamentarse no es suficiente
Una vez, mientras jugaba un partido de fútbol en la universidad, el otro equipo hizo un avance hacia la portería, y yo era el último defensor. En un intento desesperado, logré despejar el balón de la línea de gol.
Desgraciadamente, la pelota se dirigió hacia el estudio del presidente de la universidad y rompió su ventana. El presidente fue muy amable, pero me exigió que cambiara la ventana y arreglara el desastre. Eso fue lo que hizo falta para corregirlo.
Lo primero que hay que entender sobre la expiación es que sus requisitos siempre los determina la parte perjudicada. Allí, de pie, con mis shorts llenos de barro, junto a la ventana rota, no me parecía que tuviera mucho poder de negociación. “Lo siento mucho”, dije. Eso estaba bien, pero no era suficiente. El daño estaba hecho y había que repararlo. Quería decir: “No lo volveré a hacer”, pero eso tampoco habría servido de mucho.
“Esto es lo que tienes que hacer”, dijo el presidente. “Limpia el desorden y reemplaza la ventana”. Esa era la expiación, el precio que había que pagar para arreglar las cosas. ¿Qué se necesita para corregir nuestros errores contra Dios?
Algunas personas piensan que todo se reduce a estar arrepentido. Creen que si nos arrepentimos de verdad y tratamos de cambiar, las cosas se arreglarán con Dios. Pero lamentarse no es suficiente. Casi dos millones de personas se arrepintieron, y todavía había un problema. Lamentar lo que hemos hecho no eliminará la culpa de nuestro pecado. Necesitamos una expiación.
Un gran líder no puede hacerlo
¿Quizás hacer expiación era algo que Moisés podía hacer? Él sabía, por la muerte del cordero en la Pascua, que Dios estaba dispuesto a aceptar un sustituto para perdonar la vida del pueblo. ¿Y si Moisés pudiera ser el sustituto?
Moisés dijo al pueblo: “yo voy a subir al SEÑOR. Quizá pueda hacer expiación por su pecado” (32:30). ¡Así que tenemos un voluntario! El más grande líder espiritual del Antiguo Testamento se levantó y le dijo a Dios: “Ay, este pueblo ha cometido un gran pecado… Pero ahora, si es Tu voluntad, perdona su pecado, y si no, bórrame del libro que has escrito” (32:31-32). Moisés estaba dispuesto a dar su vida por el pueblo. Y si tenía que entrar en el infierno para hacer expiación por ellos, estaba dispuesto a hacerlo.
Pero Dios no aceptó la oferta: “No hay trato, Moisés. Hacer expiación está fuera de tu alcance”. Moisés tenía sus propios pecados, y un hombre con sus propios pecados no está en posición de expiar los pecados de otros. La vida continuaría para este pueblo, pero sin una expiación, perderían la presencia de Dios (33:3).
Al oír esto, el pueblo se lamentó (33:4). Ahora se enfrentaban a la pregunta más fundamental de la forma más personal: “¿Qué hace falta para recuperar la presencia de Dios? Si no basta con lamentarse, y si Moisés no puede hacerlo, ¿qué debemos hacer para expiar nuestros pecados?”
La obediencia esmerada no lo logrará
¿Quizás un compromiso serio de obedecer los mandatos de Dios traería de vuelta la presencia de Dios? En Éxodo 25 al 30, Dios dio órdenes precisas para construir el tabernáculo, y en Éxodo 36 al 39 registra que el pueblo de Dios obedeció estas órdenes meticulosamente. El pueblo de Dios hizo exactamente lo que Él les dijo que hicieran: Los israelitas hicieron conforme a todo lo que el SEÑOR había mandado a Moisés” (39:32).
Imagina a una mujer cosiendo los bordados de las cortinas del tabernáculo. Mientras sigue las detalladas instrucciones de Dios, piensa: “Si soy obediente, quizá Dios vuelva a nosotros”. Imagina a un carpintero deseando no haber contrariado al Señor. Se pregunta: “Si mis manos pueden hacer lo que Dios ha ordenado, tal vez Él vuelva a bendecirnos”.
El pueblo de Dios se entregó a una obediencia meticulosa, pero al final de todo no hubo ninguna señal de que la presencia de Dios regresara. Deben haberse preguntado qué haría falta para arreglar las cosas con Dios.
Un sacrificio digno lo conseguirá
Después de siete meses en los que el pueblo había estado anhelando el regreso de la presencia de Dios, Moisés les dijo cómo podría suceder: “Esto es lo que el SEÑOR ha mandado que hagan, para que la gloria del SEÑOR se aparezca a ustedes” (Levítico 9:6). Debió de producirse un silencio total mientras el pueblo esperaba escuchar lo que él diría.
Entonces Moisés se dirigió a Aarón y le dijo: “Acércate al altar y presenta tu ofrenda por el pecado y tu holocausto, para que hagas expiación por ti mismo y por el pueblo” (9:7). La presencia y la bendición de Dios sólo podían volver cuando se hacía la expiación.
Aarón hizo lo que Dios le ordenó. El pueblo debió contener la respiración mientras esperaba a ver qué pasaba: “Moisés y Aarón entraron en la tienda de reunión, y cuando salieron y bendijeron al pueblo, la gloria del SEÑOR apareció a todo el pueblo” (9:23). ¡Dios había vuelto! “Al verlo, todo el pueblo aclamó y se postró rostro en tierra” (9:24).
Imagina a una pareja sentada en su tienda, hablando de lo que acaban de presenciar: “Nunca he visto nada igual”, dice él. “¿Quién iba a imaginar que derramar la sangre de un animal iba a devolver la presencia de Dios?”.
“Sí, es increíble”, dice ella. “Pero no entiendo por qué el sacrificio lo hizo cuando todos esos meses de arrepentimiento, y todos esos meses de obediencia, e incluso el ofrecimiento de Moisés de dar su vida por nosotros no hicieron ninguna diferencia. Debe haber algo muy poderoso en un sacrificio que implica el derramamiento de sangre”.
Incluso en esta etapa temprana de la historia de la Biblia, Dios estaba preparando la venida de Jesús. Todo el propósito de los sacrificios en el Antiguo Testamento era moldear nuestro pensamiento para que entendiéramos por qué el Hijo de Dios tenía que venir al mundo. En Su muerte en la cruz, Jesús logró lo que los sacrificios del Antiguo Testamento sólo podían anticipar. Cristo hizo la expiación de nuestros pecados. Él devuelve la presencia y la bendición de Dios a todos los que confían en Él.
Esto es lo que descubrimos hoy:
Tal vez sientas que si te arrepientes lo suficiente de tus pecados, estarás bien con Dios. O tal vez crees que si eres obediente a Dios asistiendo a la iglesia y diciendo tus oraciones, puedes expiar tus pecados. Estas cosas son buenas, pero no son suficientes. Es el sacrificio de Jesús y el derramamiento de Su sangre lo que hace la expiación con Dios. “Él es el sacrificio por el perdón de nuestros pecados, y no sólo por los nuestros sino por los de todo el mundo” (1 Juan 2:2 NVI).