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Lucas 9:28-36

28 Y como ocho días después de estas palabras, Jesús tomó con Él a Pedro, a Juan y a Jacobo, y subió al monte a orar. 29 Mientras oraba, la apariencia de Su rostro se hizo otra, y Su ropa se hizo blanca y resplandeciente.

30 Y de repente dos hombres hablaban con Él, los cuales eran Moisés y Elías, 31 quienes apareciendo en gloria, hablaban de la partida de Jesús que Él estaba a punto de cumplir en Jerusalén. 32 Pedro y sus compañeros habían sido vencidos por el sueño, pero cuando estuvieron bien despiertos, vieron la gloria de Jesús y a los dos varones que estaban con Él. 33 Y al retirarse ellos de Él, Pedro dijo a Jesús: «Maestro, es bueno quedarnos aquí; hagamos tres enramadas, una para Ti, otra para Moisés y otra para Elías». Pero Pedro no sabía lo que decía.

34 Entonces, mientras él decía esto, se formó una nube que los cubrió; y tuvieron temor al entrar en la nube. 35 Y una voz salió de la nube, que decía: «Este es Mi Hijo, Mi Escogido; oigan a Él». 36 Después de oírse la voz, Jesús quedó solo. Ellos mantuvieron esto en secreto; por aquellos días no contaron nada de lo que habían visto.

(NBLA)

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EL MENSAJE central de JESÚS era claro y sencillo: El reino de Dios se ha acercado. Arrepiéntanse y crean en la buena noticia (Marcos 1:15). Un reino es un lugar bajo el gobierno de un rey, y cuando Jesús habló del “reino de Dios”, estaba hablando de las bendiciones de la vida bajo el gobierno de Dios.

Los que viven bajo el gobierno de Dios pertenecen a su reino, y Jesús dejó claro que este privilegio está abierto para todos. La condición para entrar es que te arrepientas y creas en las buenas noticias. No puedes disfrutar de los beneficios del reino si no te inclinas ante el Rey.

La fe de los apóstoles

Jesús invitó a mucha gente a seguirle, pero designó a doce de ellos para que fueran sus apóstoles. Su función especial era estar con Jesús, predicar y expulsar demonios (Marcos 3:14-15). Tenían el privilegio de ver los milagros de Jesús y de registrar lo que decía y hacía. 

Mientras viajaban con Jesús, les enseñó a obedecer a Dios, a amarse unos a otros y a vivir una vida de fe bajo el gobierno de Dios. 

Cuando Jesús se quedó a solas con estos discípulos, les preguntó: “¿Quién dicen que soy?” (Mateo 16:15). Pedro se adelantó y habló en nombre de los demás: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” (16:16). Después de tres años con Jesús, los discípulos estaban convencidos de que Él era el Rey Prometido al que todo el Antiguo Testamento había señalado.

Jesús eligió este momento para decir a sus discípulos lo que les esperaba: “El Hijo del Hombre debe padecer mucho, y ser rechazado por los ancianos, los principales sacerdotes y los escribas, y ser muerto, y resucitar al tercer día” (Lucas 9:22).

Jesús sabía lo que le esperaba. El sufrimiento que padeció en la cruz no lo tomó por sorpresa. Estaba preparado para ello. Había venido “a dar su vida en rescate por muchos” (Marcos 10:45), y fue a Jerusalén a cumplir ese propósito.

Un vistazo al futuro

Una semana después, Jesús llevó a tres de sus discípulos a un retiro de oración. Subieron juntos a una montaña, y cuando llegaron a la cima, Jesús les dio a Pedro, Santiago y Juan una visión del futuro. Mientras Jesús oraba, “la apariencia de Su rostro cambió, y Su ropa se hizo blanca y resplandeciente” (Lucas 9:29).

Un brillo impresionante irradiaba de Jesús, y está claro que los tres discípulos estaban al límite del vocabulario para describir su aspecto. Marcos recoge el recuerdo de Pedro, diciendo que las ropas de Jesús parecían “más blancas de lo que nadie en el mundo podría blanquearlas” (Marcos 9:3).

Llamamos a este acontecimiento la Transfiguración. Jesús estaba mostrando a sus discípulos la gloria en la que entraría después de su muerte y resurrección. Los discípulos necesitaban ver esto. En los días siguientes, verían el rostro de Jesús maltratado, magullado, azotado y golpeado. Quedaría tan desfigurado que sería irreconocible (Isaías 52:14).

Una corona de espinas le sería puesta en la cabeza. Y después de seis horas de colgar en la cruz, la luz de su rostro se apagaría y sus ojos se oscurecerían en la muerte. Los discípulos necesitaban saber que ese no sería el final, así que Jesús les dio una visión de la gloria que había más allá de la cruz.

Dos hombres, Moisés y Elías, aparecieron con Jesús. Compartieron la gloria que irradiaba de Él. Esto debió de ser completamente sorprendente para los discípulos. Habían pasado mil quinientos años desde la muerte de Moisés, y unos setecientos desde la muerte de Elías, y sin embargo ahí estaban compartiendo el glorioso esplendor de Jesús.

Era más de lo que los discípulos podían asimilar en ese momento, pero era la indicación más clara de que la muerte no sería el final para Jesús ni para Su pueblo. Les esperaba una gran gloria.

La nube asombrosa

Pero el momento más dramático de toda esta experiencia estaba aún por llegar. Mientras los discípulos hablaban con Jesús, una nube los envolvió. Inmediatamente reconocieron lo que estaba sucediendo. La presencia de Dios Todopoderoso había bajado al Monte Sinaí en una nube cuando entregó los Diez Mandamientos a Moisés. La misma nube de la presencia de Dios había llenado el templo en los días de Salomón. Ahora la nube de la presencia de Dios venía hacia ellos. Los discípulos se aterrorizaron y cayeron al suelo, hasta que Jesús los levantó (Mateo 17:6-7).

Cuando Dios bajó para encontrarse con Moisés en el Monte Sinaí, habló con una voz audible. Ahora la voz audible de Dios se escuchó de nuevo: “Y una voz salió de la nube, que decía: «Este es Mi Hijo, Mi Escogido; a Él oigan»” (Lucas 9:35).

La vista desde la tercera montaña

Los discípulos no podrían haber pedido una reivindicación más clara de su fe en el Señor Jesucristo. Habían visto la oposición a Jesús por parte de personas que decían ser expertas en la Ley de Moisés. Pero ahora habían visto al propio Moisés aparecer como testigo directo de las afirmaciones de Jesús.

Además, Dios Padre había hablado con una voz audible afirmando que Jesús es realmente Su Hijo y dirigiendo a los discípulos para que le escucharan. Algunos consideraban a Jesús como un gran maestro, un hacedor de milagros o un profeta. Otros lo descartaron como un endemoniado. Pero Dios Padre lo afirmó como Su Hijo.

Más tarde, el apóstol Juan escribió estas palabras sobre Jesús: “El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y vimos Su gloria, gloria como del unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad” (Juan 1:14).

La gloria de la Transfiguración preparó a Jesús y a los discípulos para lo que les esperaba en Jerusalén. Esa historia nos lleva a otro valle oscuro.

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