JUDAS decidió traicionar a Jesús después de una fiesta. Una mujer había derramado un costoso perfume sobre los pies de Jesús. Era un regalo fastuoso y una hermosa expresión de amor. Jesús lo vio como un acto de adoración. Los discípulos lo vieron como un desperdicio de dinero. Y fue después de este acontecimiento que Judas, uno de los doce apóstoles, fue a los sumos sacerdotes y negoció un pago de treinta piezas de plata para traicionar a Jesús (Mateo 26:14-16).
La noche antes de ser crucificado, Jesús compartió una comida con Sus discípulos. Dijo: “Intensamente he deseado comer esta Pascua con ustedes antes de padecer” (Lucas 22:15). Judas estaba en la mesa, y Jesús le tendió la mano con amor. “Uno de ustedes me entregará”, le dijo (Juan 13:21). Juan le preguntó a Jesús quién haría algo así, y Jesús le dijo que sería la persona a la que le diera el pan. Entonces Jesús ofreció el pan a Judas, quien lo tomó y salió de la habitación, adentrándose en la noche (Juan 13:22-30).
Agonía en el Jardín
Después de la comida, Jesús se dirigió con Sus tres discípulos más cercanos a un jardín llamado Getsemaní, donde se enfrentó a todo el horror del sufrimiento que le esperaba. “Mi alma está muy afligida, hasta el punto de la muerte”, dijo (Mateo 26:38). Luego se fue a orar a solas.
En una profunda agonía de espíritu, Jesús clamó al Padre: “Si es posible, que pase de Mí esta copa; pero no sea como Yo quiero, sino como Tú quieras.” (26:39). Luego, en un acto concluyente de compromiso con el Padre, dijo: “Si esta copa no puede pasar sin que Yo la beba, hágase Tu voluntad” (26:42).
Cuando terminó de orar, Jesús volvió con los tres discípulos que se habían quedado dormidos. En ese momento llegó Judas, al frente de una gran multitud armada con espadas y palos. Cuando Judas lo identificó, Jesús fue arrestado y llevado a la casa de Caifás, el sumo sacerdote.
Todos los discípulos abandonaron a Jesús y huyeron. Se quedó completamente solo al llegar al comienzo de su sufrimiento.
“¿Quién te ha golpeado?”
Los acontecimientos que tuvieron lugar en la casa de Caifás fueron una extraña mezcla de juicio e interrogatorio. El sumo sacerdote puso a Jesús bajo juramento.
“Te ordeno por el Dios viviente que nos digas si Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios” (Mateo 26:63).
“Tú mismo lo has dicho”, respondió Jesús (26:64).
Esa respuesta encendió la furia del sumo sacerdote. Caifás acusó a Jesús de blasfemia, y los setenta miembros del consejo gobernante declararon a Jesús digno de muerte. Entonces, reunidos alrededor de Jesús, le escupieron en la cara y le golpearon con los puños. Le vendaron los ojos y se turnaron para golpearlo. “Profetiza. . . . ¿Quién es el que te ha golpeado?”, dijeron (26:68 RVR60).
Invocando maldiciones
Mientras todo esto ocurría, Pedro había llegado al patio fuera de la casa del sumo sacerdote. Alguien que había estado con Judas en el jardín reconoció a Pedro como seguidor de Jesús y lo desafió (Juan 18:26).
Pedro estalló en cólera, lanzando maldiciones sobre sí mismo y jurando que no conocía a Jesús. El lenguaje violento de Pedro expresaba lo que sentía. Deseaba con todo su corazón no haber tenido nunca nada que ver con Jesús.
En ese mismo momento, Jesús fue arrastrado desde la casa del sumo sacerdote a través del patio. Cubierto de escupitajos y lastimado por muchos golpes, oyó la voz de su amigo Pedro maldiciendo, prometiendo y jurando que nunca había conocido a Jesús.
Jesús se volvió y miró directamente a Pedro mientras hablaba (Lucas 22:61). El sonido de la blasfemia de Pedro debió herir a Jesús más que cualquiera de los golpes en la casa del sumo sacerdote.
Manteniendo la ley y el orden
Caifás entregó a Jesús a Pilato, el gobernador romano que tenía la autoridad para condenar a Jesús a muerte. Pilato estaba convencido de que no había base para una acusación contra Jesús, y así, en un intento de evitar tomar una decisión, envió a Jesús al rey Herodes. Pero Herodes lo devolvió.
Pilato reunió a los jefes de los sacerdotes y les dijo: “Me han presentado a este hombre como uno que incita al pueblo a la rebelión, pero habiéndolo interrogado yo delante de ustedes, no he hallado ningún delito en este hombre de las acusaciones que hacen contra Él. Ni tampoco Herodes, pues nos lo ha remitido de nuevo; ya que nada ha hecho que merezca la muerte” (Lucas 23:14-15).
En ese momento, la multitud que se había reunido empezó a gritar y a pedir que crucificaran a Jesús. El deber de Pilato era mantener la ley y el orden. Pero no había ley ni orden en sus acciones, sólo el peor tipo de interés propio. Pilato sabía que Jesús era inocente, pero la gente pedía su muerte y Pilato temía un motín. Así que entregó a Jesús.
Una corona para el rey
Había un profundo odio en la crueldad derramada sobre Jesús. Primero, fue azotado. Un látigo de cuero tachonado con trozos de hueso laceró Su espalda.
Luego fue despojado. Los soldados lo vistieron con un manto escarlata y comenzaron a burlarse de Él. Cristo había afirmado ser Rey, así que decidieron darle una corona. Alguien cortó unas ramas de un arbusto espinoso, las retorció y se las puso en la cabeza. Le pusieron una caña en la mano y se arrodillaron en señal de burla, diciendo: “Salve, rey de los judíos” (Mateo 27:29; Marcos 15:18; Juan 19:3).
La brutalidad de esta prolongada tortura fue tal, que el rostro de Jesús quedó desfigurado hasta quedar irreconocible (véase Isaías 52:14). Y después de todo este abuso, llevaron a Jesús para ser crucificado.
La vista desde el tercer valle
Los sufrimientos de Jesús muestran la profundidad del odio hacia Dios que se esconde en el corazón del hombre. El problema más profundo de la naturaleza humana no es nuestra ignorancia sobre Dios, sino nuestra rebelión contra Dios. Si Jesús viniera hoy a nuestra cultura, lo crucificaríamos de nuevo. No usaríamos una cruz y clavos. Lo haríamos con burlas en los programas de entrevistas. El odio sería el mismo.
Jesús sufrió a manos de seres humanos. Vino a nosotros y lo crucificamos. Eso muestra la profundidad de la pecaminosidad humana en la que todos tenemos alguna culpa.